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La Filosofía de Lo Posible
Actualizado: 13 jun 2021
Un criterio poco escudriñado por los estudiosos de la vida de San Francisco de Asís es, sin duda, “hacer posible lo imposible”. Francisco nunca habló de ello y, no obstante, aquello fue el hilo conductor de su vida.

Cualquier persona de la condición que sea, comenzando por el niño que apenas balbucea pero que tiene grandes deseos de convertirse en alguien como su padre y terminando en un hombre maduro –hecho y derecho– que se vale por sí mismo, tiene un objetivo que alcanzar, una meta que muchas veces supone la travesía de un sin fin de obstáculos físicos o mentales.
Todo objetivo, por más pequeño que sea, siempre tiene un rostro cubierto de lo imposible y no obstante posible, sea porque otros ya han conquistado o porque el propio genio impone al sujeto que padece tal apertura hacia las condiciones de un hombre superior. No obstante, el común de los mortales siempre se amolda al status quo y repta por el suelo exactamente como lo hace la multitud, sin pretender grandezas ni glorias mayores que podrían superar toda posibilidad de alcance. Esa condición define, en la vida de Francisco, la etapa camélida o bestia de carga en términos de Nietzsche. Es, sin duda, una etapa lineal –sin ton ni son– del hombre común, normal y ordinario.
Cuando las circunstancias ordinarias de un ser humano normal son traspasadas por las lanzas de la consciencia, justo en ese instante, se enciende el fuego devorador de la rebelión y comienza a rugir la fiera salvaje. Entonces el joven Francisco tira por la borda todos los atuendos de la nobleza hasta el colmo de devolver todo cuanto hasta entonces le había sido dado en calidad de préstamo. El rugido de la fiera llega a tal punto de suplantar la raíz familiar por una superior condición de ser.
La superior condición de ser de aquel Francisco fue nada menos que la corona conquistada por los paladines del hombre nuevo, es decir, la condición del hombre divinizado, movido por una fuerza interior que salió a flote en estos términos:
“Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido me concedas antes de morir: la primera, que yo experimente en vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida de lo posible, aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios, ardías cuando aceptaste sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores” (3CS).
Tal pretensión y ambición le procuró para sí la posibilidad de traducir en su equivalente físico aquello que ardientemente había deseado.
Y, como no podía ser de otro modo, tal como sucede en las regiones donde ocurre la evolución de la consciencia, aquel hombrecillo de Asís –aferrado a su ardiente deseo de las dos gracias supremas, después de un tiempo oportuno– conquistó merecidamente la corona que un ser humano de condición superior puede lograr mientras está de paso por este mundo.
Siempre ha ocurrido así: los seres de condición superior se han servido de las utilidades de la persistencia e insistencia para conseguir exactamente lo que han deseado. En esa pretendida empresa, evidentemente, el que busca encuentra, al que llama se le abre la puerta y el que insiste consigue.
El ardiente deseo, asistido por una implacable persistencia, en Francisco de Asís, desembocó en una suerte de ausencia para el resto de los humanos en los silenciosos recovecos del Monte Alverna donde coronó su tortuosa travesía por el siglo. Entonces recibió en su propio cuerpo las llagas de la pasión de su Señor, las marcas gloriosas de su providencia y la corona que ningún otro hombre ha logrado jamás en este mundo.
Allí, en tan alta circunstancia, es posible proferir la suprema razón: ¡Todo está cumplido! (Jn 19,30). Y razones sobran para agradecer, para irradiar tan alta ciencia y para celebrar con gozo: “Bienvenida seas mi hermana la muerte” (LP 100d).
¿Qué más quedaba? ¿Hay algo más consumado que eso? El círculo se ha completado, el hombre se ha divinizado, el Verbo se hizo carne y la viña vertió sus brotes hasta el gran río. Lo ordinario se tornó extraordinario y lo imposible fue hecho posible. ¿Es posible lo imposible? Sí, ciertamente. ¡Es posible!
El ardiente deseo dejó de ser y la ambición cerró su alas porque habían cumplido su rol, más la victima poseída por la trascendencia, repartió las primicias de su primera y última cosecha. No se guardó para sí ya que todo cuanto se logra –aunque fuere a la tarde de la vida– es siempre una bendición, un bálsamo odoroso para provecho de muchos y un mar de gratuidades para justos e injustos, santos y pecadores, sabios y necios. Es simplemente eso, una bendición, una ración para ser compartida, un Sol esparcido en la faz del mundo.
Si un ser humano está dispuesto a darlo todo por aquello que desea ardientemente, del fracaso al éxito no hay mucho trecho. Todo logro, por alto que éste sea, tiene su comienzo en una idea, en la fe y el deseo ardiente de poseerlo, del alma que está dispuesto a jugárselo todo. Estas cualidades florecieron en Francisco y florecerán también en ti si escuchas lo que dicta el corazón de tu ser. Como insiste el dicho:
“Comienza haciendo lo que es necesario, después lo que es posible y de repente estarás haciendo lo imposible” (frase atribuida a San Francisco de Asís).